ya no están con nosotros
Por: Jorge Rubio
Foto: Marco Orihuela
Transcurrían los años 80 y en Chile
vivíamos en plena dictadura. Entonces ya sabíamos de aquellos que habían tenido
que buscar refugio en países solidarios con la causa de quienes nos oponíamos
al régimen dictatorial. Nuestra infancia, y buena parte de nuestra juventud, la
vivimos ajenos a esto de saberse y sentirse perseguido por esos eternos
personajes desconocidos que nos acosaban, no siempre en la sombra.
Muchas familias, humildes como la
nuestra, y como la de la mayoría de aquellos que sufrieron los embates de la
dictadura, empezamos a saber de conocidos y amigos que se despedían, sin más,
de sus propias familias, o de los amigos más cercanos, o de quienes
alcanzaba a despedirse. Esto, que empezó
como un rumor, muy pronto se transformó en un temor, como una garra negra que
nos acechaba y nos cercaba, más y más cada día. Hasta que lo inevitable
ocurrió. Una madrugada esta garra enorme copó nuestro hogar, y el hogar de
nuestros vecinos y amigos y compañeros. Entonces supimos de la ausencia en el
hogar de nuestros seres queridos. Y comprendimos, muy luego, ese lenguaje
silencioso que hablaba “de irse al exilio”. No sabíamos dónde quedaban Suecia,
ni Noruega ni Dinamarca. Sólo sabíamos que era muy lejos, al otro lado del mundo,
en un lugar con mucha nieve y mucho frío, con un idioma imposible, y lo más
terrible era que a nuestros seres queridos no los volveríamos a ver, quizás,
nunca más. Muchos no asimilábamos en toda su magnitud el significado profundo
de esta acción. Con el correr de los días un nuevo término se incorporaba a
nuestro lenguaje cotidiano: La “cuota dólar”, que resultaba ser un alivio en
ese momento, cuando asomaban gastos nuevos,
impensados algunas semanas atrás.
Había que acompañar, primero, a
alguno de nuestros hermanos al aeropuerto, muy pronto a sus esposas y a sus
hijos pequeños. No sabíamos cómo se llegaba al aeropuerto, ni qué hacer en el
aeropuerto.
Temprano esas mañanas, muy temprano,
las casas amanecían tristes. Una parte grande de la familia partía al exilio.
En un pequeño bolso se cargaba lo justo, que era todo lo que tenían. Los niños
portaban en sus manos aquello que no podían abandonar: alguna muñeca, sus
cuadernos, quizás algún juguete regalón.
De alguna manera, juntando monedas
de donde no había, las familias llegaban a ese aeropuerto infame. Viajaban sólo
aquellos que alcanzaban un lugar en el transporte. Para los otros, la despedida
se hacía en la calle, junto al vehículo que algún amigo o pariente facilitaba,
ante las miradas curiosas de los vecinos. Algunos, los más osados, se atrevían
y se acercaban a despedirse de los viajeros. Para los otros, era peligroso
verse con ellos.
El aeropuerto de Pudahuel nos
recibía de mala manera. Las despedidas, los últimos abrazos, junto a las
últimas lágrimas, se entregaban en la puerta de embarque, en ese límite que
señalaba que acá terminaban los años de familia en común y comenzaba una
aventura totalmente desconocida para los que emigraban, entre el bullicio de
los pasajeros y de los curiosos que miraban, muchas de las veces, indiferentes
a este drama.
Ahora había que lograr un espacio en
el balcón de ese restaurante, desde donde se alcanzaba a divisar una parte del
avión, pero eso implicaba consumir alguna bebida que se repartía entre los más
pequeños, y cuyo costo era una gran sinvergüenzura. Recuerdo a algunos garzones
que nos dejaban pasar, mostrando una enorme solidaridad. Seguramente ellos
desde ahí mismo habían visto por última vez a algún ser querido. En cambio,
otros acataban, sin más, las instrucciones de su patrón.
De ese balcón guardo las imágenes
más tristes de esos momentos. A lo lejos, creíamos divisar a nuestro familiar
cerca de la escalinata de acceso a ese aparato que nos robaba parte de nuestra
vida. Éramos muchos los que nos reuníamos en ese balcón de las despedidas
tristes con pañuelos rojos. La mayoría porteños, de Valparaíso. Gente muy
humilde que, al igual que nosotros, de alguna manera lográbamos estar ahí,
compartiendo nuestras lágrimas.
Entonces comprendí que en esos momentos
duros quienes más sufrieron con esas despedidas fueron las abuelas. En ese
enjambre de chilenos que partían abordo de esos enormes aparatos que se perdían
rápidamente en el cielo gris de ese Santiago, viajaban, inocentes, muchos niños
de escasos años, que no sabían adónde iban ni por qué estaban ahí. Mientras
allá abajo, cada vez más lejos, quedaban sus abuelas sufriendo el mayor dolor
que puede sentir una abuela: perder a sus nietos o nietas, porque con ellos se
iba lo mejor que tenían en ese momento y ello les destrozaba el corazón.
El regreso a Valparaíso se hacía en
silencio. Mirábamos el verdor de los cultivos en el valle de Casablanca, como una manera de evadirnos y
alejar de nuestra mente aquel momento de la despedida. A veces lográbamos ver algún
avión, que volaba con rumbo norte, y queríamos pensar que ahí estaban los
nuestros. Alguna de nuestras hermanas o cuñadas perdían la vista entre los
verdes viñedos, tratando de fijar en su mente aquel paisaje que ya pronto,
también ellas, dejarían de disfrutar. Algunas miradas furtivas se escapaban
hacia ellas, sabiendo que ellas serían las próximas despedidas. En algún rincón
del vehículo, en silencio, la abuela masticaba su dolor, sin comprender por qué le quitaban lo más preciado que tenía
entonces, el motivo de vivir.
Mucho se ha escrito, y con mucha
razón, de las madres que perdieron a sus hijos, esposos, o cualquier familiar,
y todos entendemos perfectamente su dolor, y lo hacemos, de alguna manera, un
dolor también nuestro. Pero nada se escribió de estas mujeres que sufrieron
consecuencias ajenas, tan dolorosas como aquellas.
Mi sentido y sencillo homenaje, no
importa que ya hayan transcurrido muchos años, a todas esas abuelas, muchas de
las cuales, por el paso del tiempo, ya no están con nosotros. Por ellas,
mantengamos viva la Esperanza.