miércoles, 30 de enero de 2013

Dedicado a las abuelas que
ya no están con nosotros

 










Por: Jorge Rubio
Foto: Marco Orihuela

Transcurrían los años 80 y en Chile vivíamos en plena dictadura. Entonces ya sabíamos de aquellos que habían tenido que buscar refugio en países solidarios con la causa de quienes nos oponíamos al régimen dictatorial. Nuestra infancia, y buena parte de nuestra juventud, la vivimos ajenos a esto de saberse y sentirse perseguido por esos eternos personajes desconocidos que nos acosaban, no siempre en la sombra.

Muchas familias, humildes como la nuestra, y como la de la mayoría de aquellos que sufrieron los embates de la dictadura, empezamos a saber de conocidos y amigos que se despedían, sin más, de sus propias familias, o de los amigos más cercanos, o de quienes alcanzaba  a despedirse. Esto, que empezó como un rumor, muy pronto se transformó en un temor, como una garra negra que nos acechaba y nos cercaba, más y más cada día. Hasta que lo inevitable ocurrió. Una madrugada esta garra enorme copó nuestro hogar, y el hogar de nuestros vecinos y amigos y compañeros. Entonces supimos de la ausencia en el hogar de nuestros seres queridos. Y comprendimos, muy luego, ese lenguaje silencioso que hablaba “de irse al exilio”. No sabíamos dónde quedaban Suecia, ni Noruega ni Dinamarca. Sólo sabíamos que era muy lejos, al otro lado del mundo, en un lugar con mucha nieve y mucho frío, con un idioma imposible, y lo más terrible era que a nuestros seres queridos no los volveríamos a ver, quizás, nunca más. Muchos no asimilábamos en toda su magnitud el significado profundo de esta acción. Con el correr de los días un nuevo término se incorporaba a nuestro lenguaje cotidiano: La “cuota dólar”, que resultaba ser un alivio en ese momento, cuando asomaban gastos nuevos,  impensados algunas semanas atrás.

Había que acompañar, primero, a alguno de nuestros hermanos al aeropuerto, muy pronto a sus esposas y a sus hijos pequeños. No sabíamos cómo se llegaba al aeropuerto, ni qué hacer en el aeropuerto.

Temprano esas mañanas, muy temprano, las casas amanecían tristes. Una parte grande de la familia partía al exilio. En un pequeño bolso se cargaba lo justo, que era todo lo que tenían. Los niños portaban en sus manos aquello que no podían abandonar: alguna muñeca, sus cuadernos, quizás algún juguete regalón.

De alguna manera, juntando monedas de donde no había, las familias llegaban a ese aeropuerto infame. Viajaban sólo aquellos que alcanzaban un lugar en el transporte. Para los otros, la despedida se hacía en la calle, junto al vehículo que algún amigo o pariente facilitaba, ante las miradas curiosas de los vecinos. Algunos, los más osados, se atrevían y se acercaban a despedirse de los viajeros. Para los otros, era peligroso verse con ellos.

El aeropuerto de Pudahuel nos recibía de mala manera. Las despedidas, los últimos abrazos, junto a las últimas lágrimas, se entregaban en la puerta de embarque, en ese límite que señalaba que acá terminaban los años de familia en común y comenzaba una aventura totalmente desconocida para los que emigraban, entre el bullicio de los pasajeros y de los curiosos que miraban, muchas de las veces, indiferentes a este drama.

Ahora había que lograr un espacio en el balcón de ese restaurante, desde donde se alcanzaba a divisar una parte del avión, pero eso implicaba consumir alguna bebida que se repartía entre los más pequeños, y cuyo costo era una gran sinvergüenzura. Recuerdo a algunos garzones que nos dejaban pasar, mostrando una enorme solidaridad. Seguramente ellos desde ahí mismo habían visto por última vez a algún ser querido. En cambio, otros acataban, sin más, las instrucciones de su patrón.

De ese balcón guardo las imágenes más tristes de esos momentos. A lo lejos, creíamos divisar a nuestro familiar cerca de la escalinata de acceso a ese aparato que nos robaba parte de nuestra vida. Éramos muchos los que nos reuníamos en ese balcón de las despedidas tristes con pañuelos rojos. La mayoría porteños, de Valparaíso. Gente muy humilde que, al igual que nosotros, de alguna manera lográbamos estar ahí, compartiendo nuestras lágrimas.

Entonces comprendí que en esos momentos duros quienes más sufrieron con esas despedidas fueron las abuelas. En ese enjambre de chilenos que partían abordo de esos enormes aparatos que se perdían rápidamente en el cielo gris de ese Santiago, viajaban, inocentes, muchos niños de escasos años, que no sabían adónde iban ni por qué estaban ahí. Mientras allá abajo, cada vez más lejos, quedaban sus abuelas sufriendo el mayor dolor que puede sentir una abuela: perder a sus nietos o nietas, porque con ellos se iba lo mejor que tenían en ese momento y ello les destrozaba el corazón.

El regreso a Valparaíso se hacía en silencio. Mirábamos el verdor de los cultivos en el valle de  Casablanca, como una manera de evadirnos y alejar de nuestra mente aquel momento de la despedida. A veces lográbamos ver algún avión, que volaba con rumbo norte, y queríamos pensar que ahí estaban los nuestros. Alguna de nuestras hermanas o cuñadas perdían la vista entre los verdes viñedos, tratando de fijar en su mente aquel paisaje que ya pronto, también ellas, dejarían de disfrutar. Algunas miradas furtivas se escapaban hacia ellas, sabiendo que ellas serían las próximas despedidas. En algún rincón del vehículo, en silencio, la abuela masticaba su dolor, sin comprender  por qué le quitaban lo más preciado que tenía entonces, el motivo de vivir.

Mucho se ha escrito, y con mucha razón, de las madres que perdieron a sus hijos, esposos, o cualquier familiar, y todos entendemos perfectamente su dolor, y lo hacemos, de alguna manera, un dolor también nuestro. Pero nada se escribió de estas mujeres que sufrieron consecuencias ajenas, tan dolorosas como aquellas.

Mi sentido y sencillo homenaje, no importa que ya hayan transcurrido muchos años, a todas esas abuelas, muchas de las cuales, por el paso del tiempo, ya no están con nosotros. Por ellas, mantengamos viva la Esperanza.